Jueves 17 de agosto, 6 pm
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Cómo nos ayudan los poderes de discernir, juzgar y enfrentar para sobreponer las complejidades de la vida.
Cuando creemos que lo tenemos “todo controlado”, nos sentimos seguros y andamos con paso firme. Vivimos procurando controlar que nuestros planes lleguen a buen puerto. Cuando ocurre algo imprevisto, nos estresamos, irritamos o enojamos. Lo imprevisto no estaba en nuestros planes y la duda se apodera de nosotros. Vivir con incertidumbre significa no saber lo que provoca inquietud y ansiedad, incluso angustia.
Mantener objetivos y planificar cómo lograrlos es necesario para obtener lo que uno quiere. Sin embargo, aunque pensemos lo que vamos a hacer, no podemos responder ante las circunstancias ni ante lo que harán los demás. La realidad es que es imposible tenerlo todo siempre controlado. Cuando la situación aparece como un obstáculo en nuestro camino, aferrarnos a nuestro plan original produce tensión porque queremos llegar sí o sí a cumplirlo. Sin embargo, la nueva circunstancia quizá lo que pide es un cambio de rumbo, otra respuesta o saber esperar.
“El único modo de vivir
con incertidumbre consiste en aceptarla” (Ana Muñoz)
Es como cuando el río sale de la cumbre de la montaña con el objetivo de desembocar en el mar. En su camino se encuentra con piedras, montes y desniveles del terreno, y tiene que bordearlos o hacerse subterráneo para luego volver a salir a la superficie, hasta que al fin llega a su destino. Nosotros planificamos ir en línea recta hacia nuestro objetivo y cuando aparecen los desniveles nos obstinamos en querer seguir recto. Necesitamos flexibilidad y reconocer que quizá no merece la pena luchar para derribar el obstáculo; eso nos desgastará y acabaremos agotados. En cambio, si lo bordeamos y cogemos otro sendero, manteniendo la visión de nuestro objetivo, podremos disfrutar del recorrido y no nos dejaremos la piel en el camino.